abril 26, 2024
El tiempo
A contracorriente

Seguridad privada

El pasado 10 de Diciembre, el Boletín Oficial de las Cortes Generales publicó el informe emitido por la Ponencia del Congreso sobre el Proyecto de Ley de Seguridad Privada. Mucho se ha publicado sobre este proyecto de ley aunque, desde mi punto de vista, referido a aspectos parciales del mismo y sin el debido detenimiento en algunas de las cuestiones que son más llamativas.

Si el proyecto se convierte en ley, los vigilantes privados podrán prestar sus servicios en vías y espacios públicos en supuestos ordinarios, es decir, diariamente y no solo cuando se desarrolle un evento especial y puntual como ocurría hasta ahora.

Este proyecto de ley se suma a las proyectadas modificaciones en la Ley de Seguridad Ciudadana que tantas críticas ha cosechado por parte de los miembros de los Cuerpos de Seguridad del Estado y que atribuye a la seguridad privada competencias antes reservadas solo a la policía.

Llama la atención cómo la exposición de motivos del proyecto de ley de seguridad privada declara que “la seguridad no es solo un valor jurídico, normativo o político; es igualmente un valor social. Es uno de los pilares primordiales de la sociedad, se encuentra en la base de la libertad y la igualdad y contribuye al desarrollo pleno de los individuos”. Entonces ¿por qué dejar en manos de empresas privadas en control de ese valor social, el control de la base de los principios de libertad, igualdad y desarrollo ciudadano?

La privatización de servicios públicos (desregulación, externalización, adelgazamiento de la Administración, o como quieran llamarlo) se encuentra en el ADN de los partidos políticos de signo liberal. En la segunda mitad del siglo XVIII, al calor de la Revolución Industrial inglesa, Adam Smith forjó el principio Laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même; (dejen hacer, dejen pasar, el mundo va solo) por su repulsa a cualquier injerencia de los Estados en asuntos económicos ya que, para él, la economía capitalista estaba guiada por una mano invisible que hacía posible que el afán de obtener beneficio de los particulares fomentara una competitividad que beneficiaba a toda la sociedad y permitía el sano desarrollo económico.

En este contexto cualquier intervención del Estado en la actividad económica era considerada perjudicial y solo se le permitía actuar de forma subsidiaria, en aquellos sectores en los que a la iniciativa privada no le resultaba rentable su participación. Aún siendo su objetivo el establecimiento de una economía de mercado sin obstáculos, el Estado Liberal decimonónico se reservó, como propios, determinados servicios esenciales: seguridad, justicia y defensa, fundamentalmente.

El turbo-liberalismo español, que parece inundarlo todo y que se inició ya en la segunda mitad de la anterior etapa de gobierno socialista, ha alcanzado su punto álgido con la cobertura ideológica de

la necesidad de superar la situación de crisis económica que nos ahoga, impuesta desde la mayoría política que sustenta al actual Gobierno del Estado. Todo vale si, al final, las cuentas públicas presentan un óptimo resultado. Aunque para ello sea necesario sacrificar el principio de autonomía local, la independencia y neutralidad de la Administración, la calidad y gratuidad en la prestación de los servicios públicos esenciales o incluso renunciar al ejercicio de competencias.

El culmen de este disparate llega con el proyecto de ley que comentamos y que va a permitir que espacios de titularidad pública, de facto, sean privatizados dejando en manos privadas el control de la utilización ciudadana de los mismos. En su calle, en la plaza que existe al lado de su casa, en el parque de su barrio, un señor uniformado con los símbolos de una empresa privada, atendiendo a órdenes que emanan de la dirección de la empresa, le va a poder pedir la documentación, cachearle, prohibirle el paso, condicionar su libertad deambulatoria…

La crítica formulada en distintos medios a esta medida se ha dirigido, creo que equivocadamente, a la deficiente capacitación y formación de los integrantes de esos servicios privados de seguridad. Me da igual que las empresas de seguridad contraten a expertos en seguridad, que los formen durante miles de años y que sean unos profesionales competentísimos. Eso es lo de menos. Lo fundamental es que la seguridad pública solo puede estar en manos del Estado, el único capaz de garantizar (con sus defectos y patologías), la aplicación objetiva de la ley y el derecho como exige la Constitución.

En manos del Estado y a través de funcionarios públicos elegidos objetivamente, con los principios de publicidad, mérito y capacidad, y no atendiendo a criterios empresariales de distinto signo. Y sobre todo, solo los poderes del Estado (el Ejecutivo en materia de seguridad) están sometidos al control democrático, al control que todos podernos ejercer sobre ellos a través de los distintos mecanismos que la Constitución nos permite.

Nuestros gobernantes han decidido, ahora, que también seamos controlados por empresas privadas en esos espacios de titularidad y uso público, espacios de todos. Se dice que un conocido ministro franquista, fundador y líder carismático del partido en el gobierno, proclamó “la calle es mía”. Pronto algunas empresas de seguridad podrán, amparados en una ley dictada por un parlamento democrático, decir lo mismo.

Miguel Aguilar

Abogado